sábado, 10 de noviembre de 2018

Nueva visión de Nagai Kafû




Queridos honobonianos:

Nagai Kafû nació solo seis años después de que se levantara la prohibición contra el cristianismo en Japón, vigente desde más de dos siglos atrás, y diez años antes de que se promulgara la primera constitución japonesa. El mundo en rápida transformación al que asistió le hizo desconfiar, por un lado, de las pretensiones formuladas por la Restauración Meiji y, por otro, le permitió evadirse hacia el pasado de su propio país y al paisaje literario y artístico de las ciudades europeas que conoció y amó, especialmente París.

Estudió francés y llamaba «maestro» a Maupassant, heredó de Zola antes el oficio que el estilo y deseó acabar sus días en la capital del Sena como Heine o Chopin. Con todo, era un experto en poesía clásica china y admiraba profundamente tanto a Mori Ogai como a Junichiro Tanizaki, a quien defendió en la prensa. De forma que quienes reducen el retrato de Nafai Kafû al de un frívolo crápula tal vez no sean muy precisos.

En NOVIEMBRE leemos «Geishas rivales», de Nagai Kafû.

Si no encuentras el libro, escríbenos y te haremos llegar un ejemplar cortesía de Honobono.

Martín de los Heros, 37 (Metro Argüelles)

MARTES 27 de noviembre de 19:00 a 21:00 h.

Un abrazo

Pedro Pablo Ontoria

viernes, 12 de octubre de 2018

El camino de la flor



Los pueblos del mundo se relacionan entre sí de un modo inimaginable y secreto, igual que se abrazan bajo el suelo las raíces de los árboles de un bosque. La primera vez que llegué a Kioto y, aún con la maleta, me sumergí en una de las tiendas que rodeaban la estación de tren, tuve la clara sensación de haber estado allí antes. Efectivamente había sido tiempo atrás, durante mis años de estudiante, en una cartolibreria de Florencia.

No estoy diciendo que una multinacional japonesa hubiera copiado los diseños de los papeles toscanos con marca de agua o los diferentes tamaños y formas de sobres para felicitar y rendir homenaje en todas las circunstancias posibles de la vida de una persona, ni que ejecutivos nipones se hubieran inspirado en la ambientación de un antiguo negocio italiano para cautivar a los clientes. Estoy diciendo que bajo formas, colores y grafías distintas habitaba una misma valoración y cultivo de la estética.

Cuando Dante Alighieri detiene a Virgilio a la entrada del Paradiso y confía en Beatriz para que sirva de guía a su alter ego está manifestando en el fondo que el orden lleva a Dios, tal y como había declarado siglos atrás San Agustín de Hipona en uno de sus Diálogos de inspiración clásica. Y cuando hacia 1909 Ezra Pound escribe Night Litany con los ojos llenos de lágrimas contemplando la singularidad de Venecia, solo puede adjudicar a una mano divina la creación del prodigio. Porque tanto Dante como Pound entienden que la armonía, la bondad y el equilibrio subliman el espíritu humano y nos conectan con la trascendencia.

En Japón, donde las ideas de Dios, lo divino y la santidad permean discretamente todos los aspectos de la existencia, no sucede de manera distinta. También allí el orden lleva a Dios, la verdad sana los corazones y la delicadeza conduce al infinito. No obstante, los japoneses descubrieron hace siglos que la utilidad y la belleza no se excluyen entre sí. Y se aplicaron para demostrar que la excelencia manual es en sí misma un modo de oración.

Así que cuando nos acercamos a las artes japonesas tradicionales no olvidamos el adagio budista que reza: «El dedo que apunta a la luna no es la luna». En efecto, muchas de ellas reciben en su denominación el sufijo  que recuerda que se trata de caminos, de vías de acceso a una realidad superior, etérea y trascendente. La luna a la que apuntan. Y así tenemos el chadô o el camino del té, el shodô o camino de la escritura, y el kyûdô o camino del arco, por ejemplo.

Podemos relacionarlo con nuestra simbología medieval, con la rosa de Borges y con lo que queramos, pero lo cierto es que el mundo estético japonés no es fácil para nosotros los occidentales, tan acostumbrados a ver solo lo que se haya en primer término, tan habituados a creer que la belleza es solo eso que retratan las portadas de las revistas en un kiosco. Por eso mismo, asomarse al universo literario y artístico japonés es como asomarse de nuevo a la vida, como volver a nacer disfrutando de claves nuevas para reintepretarlo todo.

Y desde luego no hay mejor época del año para tomar ese camino que el otoño. A Yasunari Kawabata, por ejemplo, exquisito guardián de la tradición japonesa y premio Nobel de literatura del 68, nunca se le lee mejor que en otoño, con las primeras bocanadas de humo de leña y el azul de las montañas a lo lejos.

Aún recuerdo mi primera vez, cuando llegando al último párrafo de su maravilloso País de nieve leí estas palabras: «Pero cuando Shimamura quiso avanzar hacia la voz casi delirante, los hombres que se habían precipitado para quitarle a Komako de los brazos a la inerte Yoko, los hombres que se apretujaban alrededor de ella, lo rechazaron con tal fuerza que a punto estuvo de perder el equilibrio y vaciló. Dio un paso para recuperarlo, y en el mismo instante en que se inclinaba hacia atrás, la Vía Láctea, con una especie de rugido espantoso se vertió en él.»

¿Girar la mirada al cielo como si todo lo que este contiene fuera a caberte en la boca…? Conocía claramente esa sensación, la había experimentado durante mis años de estudiante, cuando atravesaba cada mañana la Piazza della Signoria y levantaba perplejo la mirada queriendo abarcar las altas almenas de la torre del Palazzo Vecchio.

Este mes releeremos los siguientes textos, ambos muy breves y de fácil acceso:

Junichiro Tanizaki: El Elogio de la sombra
Kakuzo Okakura: El libro del té

Y como novela del mes proponemos:

Yasunari Kawabata: Kioto

(Disponible en Amazon y librerías por menos de 10 Eur en edición de bolsillo).

Como siempre nos reuniremos el último martes de mes en Lfont Tea Mountain.

MARTES 30 de OCTUBRE de 19:00 a 21:00 h

Martín de los Heros, 37 (Metro Argüelles)

Un abrazo

Pedro Pablo Ontoria

viernes, 10 de agosto de 2018

Kenzaburo Oé y Kazuo Ishiguro




Queridos honobonianos:

Este es el relato de una historia salvaje y primordial, ocurrida en una aldea en medio del bosque donde la niebla se convierte fácilmente en un barniz pegajoso y los personajes carecen de nombres. Salvo tres de ellos, a los que conocemos por sus apodos: Morro de Liebre, el Negro y Chupatintas. Solo el segundo está justificado, porque el niño japonés que narra la historia nunca podrá comunicarse plenamente con el soldado norteamericano que un buen día cayó del cielo y cuya presencia altera la vida de la miserable comunidad, así que no tendrá forma de conocer su nombre o sus pensamientos.

Dando un gran salto literario, la importancia que desempeñan en la novela la escopeta del padre y el instinto cazador en todos los personajes nos recuerdan la crudeza de algunas páginas de «La familia de Pascual Duarte» y de «Tiempo de silencio». Y no es casual, porque el mundo primitivo y esencial que retrata Kenzaburo Oé surge aquí contaminado por la ignorancia de seres embrutecidos igual que ocurre en el campo extremeño de la novela de Cela y en los oscuros suburbios del Madrid de los años cuarenta de la de Martín Santos.

En un ambiente como este es muy revelador que Kenzaburo Oé recurra a un lenguaje tan barroco, con predominio de la adjetivación y numerosos epítetos donde cabría pensar que procede más bien la desnudez nominal. ¿Cuál es su objetivo? Sin darse cuenta el lector percibe sobre su propia piel la misma asfixia endémica que agobia a los personajes, percibe la suciedad y el hambre, y percibe finalmente el hedor. Todo en la novela es extremo y tiene que salpicar al lector para que su paso por la historia no le resulte indiferente. ¿Qué otra novela del primer realismos hispánico recurrió al mismo estilo también en miserables circunstancias? Efectivamente, nuestro «Lazarillo de Tormes».

Solo que «La presa» no es un obra realista, excede los límites del género y conjuga en sus páginas el realismo mágico —que permite por ejemplo que el olor de la osamenta del americano se extienda como una plaga por toda la aldea— con recursos propios del mejor expresionismo pictórico —a él corresponden los rasgos físicos que dibujan lo que sabemos del soldado o de la fragmentaria figura del padre.

Como volverá a hacer años más tarde en «Una cuestión personal», Kenzaburo Oé impide en «La presa» que el lector se acostumbre a una cómoda complacencia intelectual. Oé es un autor astuto y visceral que se mueve con soltura en la esfera de los instintos, y eso nos inquieta porque en el espejo donde retrata la condición humana conviven abigarrados la camaradería y la violencia, la satisfacción y el dolor.

Precisamente son los dos personajes principales los que dan cuenta del tránsito entre ambas. Solo el joven narrador y el negro evolucionan dentro de la historia. El primero comienza siendo un niño que perderá la inocencia cuando sea capaz de ver desde fuera el mundo esperpéntico en el que había vivido desde su nacimiento. La traición del negro y la violencia de los mayores que lo salvan marcarán el punto de inflexión. El segundo pasa por tres fases que le devuelven al punto de partida: animal, amigo y enemigo.

Pero nuestras claves personales de lectura pueden no ser la tuyas y eso es precisamente lo que enriquece nuestras sesiones cada mes. La próxima:

MARTES 25 de SEPTIEMBRE de 19:00 a 21:00 h

Martín de los Heros, 37 (Metro Argüelles)

Hasta entonces faltan casi dos meses. Teniendo en cuenta que «La presa» es una novela corta, hemos pensado una segunda propuesta para quienes deseen seguir leyendo sobre el tema de este año —la literatura de posguerra en Japón—.



«Un artista del mundo flotante», de Kazuo Ishiguro.

Aunque como ya sabes su autor escribe en inglés, retrata un mundo genuinamente nipón y creemos que la disfrutarás.

(Recuerda que Honobono pone a tu disposición un ejemplar de ambos libros si no los encuentras. En tal caso, por favor escribe a pilar.dld@gmail.com o a pedropabloontoria@gmail.com)


Y una última cosa: dejamos abierta la sección de comentarios para que si te apetece te animes a participar y hagamos también del blog un espacio para la conversación. ¡Adelante!

Un abrazo

Pedro Pablo Ontoria

martes, 29 de mayo de 2018

Siempre hay una primera vez




Queridos honobonianos:

Estrategia, buenismo, censura, autoinmolación y música. De todo hemos hablado en la sesión de mayo sobre "El arpa birmana". Porque un mismo libro da lugar a muchas visiones, poliédrico como un diamante. A veces la luz nos alcanza y otras el cristal resulta demasiado opaco y no hay lectura ni mensaje. Hemos comparado nuestro libro de hoy con "Flores de verano", una obra en la que aparentemente no pasa nada, pero lo que se narra está exquisitamente contado por un superviviente de Hiroshima.

"El arpa birmana" es una novela lírica escrita para una revista y eso se nota en su estructura, algo patente también en otras muchas novelas de la literatura japonesa como "Yo, el gato" de Sooseki. Temáticamente permanecen en la Birmania (Myanmar) de hoy algunas de las cualidades de la población que se retratan en la novela: una población pobre en un país rico en recursos naturales, rubí, oro... aquello que la gente tiene se lo da a la religión, un pueblo que no tiene dinero pero que lo poco que obtiene lo invierte en comprar pan de oro que pegan sobre budas ya deformes de tanta lámina adherida. Cuentan con medio millón de bonzos y no hay familia donde no haya un bonzo o una monja.

El libro procede de un encargo. Takeyama podría haber elegido cualquier otro episodio y país, pero bajo la aparente suavidad lírica que sobrevuela la historia emergen personajes pacifistas (no podía el autor defender esa posición por imperativo legal, pero da voz a aquello en lo que cree). El pacifismo que defiende en esos momentos difíciles la novela también se palpa en la inocencia de jóvenes sin formación entregados al martirio de la guerra. Jóvenes escolares que no saben dónde están ni por qué disparan hacia lo hacen.

Siempre hay una primera vez para contaros en vivo cómo acaba de transcurrir nuestra sesión (en directo aquí y ahora) y para informaros con tiempo suficiente del próximo libro.

En JUNIO leeremos "Hogueras en la llanura", de Shohei Ooka.

Si no encuentras el libro, escríbenos y te haremos llegar un ejemplar cortesía de Honobono. Esta vez estamos a tiempo!!!

Martín de los Heros, 37 (Metro Argüelles)

MARTES 26 de JUNIO de 19:00 a 21:00 h.

Un abrazo!!

jueves, 24 de mayo de 2018

«El arpa birmana»




Queridos honobonianos:

Salvo unos cuantos ingenuos, no hay mucha gente que crea hoy en los ángeles. Y sin embargo las bóvedas de media Europa se hallan pobladas de serafines, querubines y otros tantos seres alados. Judíos, cristianos y musulmanes les han encargado la tarea de cantar alabanzas a Dios y han confiado en ellos para que mediaran entre los hombres y la divinidad.

En el sintoísmo, esa misteriosa religión sin un corpus conocido pero rica en símbolos y manifestaciones, también hay música celeste y una jerarquía de mensajeros que conecta el cielo con la tierra. Itsuo Tsuda lo cuenta de pasada en un libro inencontrable en España titulado La Vía de los Dioses. En Japón —dice el autor— los dioses no transmiten los mensajes por sí mismos y poco menos que se desentienden de los asuntos humanos; para una labor tan humilde cuentan con los llamados dioses terrestres, que además de ciertos animales y algunos médiums, realizan la función de transmitir al género humano sus altos deseos y sus órdenes irrebatibles.

Y es curioso, porque el mismo halo de inefable santidad se respira igual en el interior de una catedral gótica que ante el haiden o capilla de un santuario shinto. Hay una suave música en ambos, una suave melodía semejante al murmullo que se dice al oído.

Hay quien dice en algunos países occidentales que es la voz del Arcángel Gabriel, el que anuncia los acontecimientos venturosos e interpreta los sueños de los profetas. En Japón, ese mismo rumor procede de hombres y mujeres de antaño que cantan desde el fondo del mar, desde la oscura espesura de los tupidos bosques de bambú o desde lo que fue un calcinado campo de batalla. Procede de las gargantas de las memoriosas kataribe, que recitaban historias antiguas para el bien de las generaciones futuras. Y procede en fin de animales mitológicos, de árboles talados y de dioses cercanos, que componen una miríada de santas estrellas en el universo cercano de todos los días.

Hoy casi nadie cree ya en los ángeles, pero ellos siguen cantando. Cantan entre nosotros, baten con púas y plectros cuerdas abrasadas por el escepticismo y la falta de imaginación. Y si el Arcángel Gabriel decidiera encarnarse, lo haría seguramente en la piel de un capitán alegre que agita su batuta y entona melodías para sus hombres ignorando la sordidez de las trincheras. Un capitán como el que abre el libro que leemos este mes.

El arpa birmana, de Michio Takeyama.


Martín de los Heros, 37 (Metro Argüelles)

MARTES 29 de MAYO de 19:00 a 21:00 h.

Un abrazo

Pedro Pablo Ontoria